Lo que hace daño al planeta, lo que hay que hacer para evitarlo
La triste realidad del sueño nuclear
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Enero 15, 2022. Los anteriores responsables de la regulación nuclear de Estados Unidos, Alemania y Francia, y el secretario del Comité de Protección Radiológica del gobierno del Reino Unido han publicado un comunicado absolutamente inequívoco en el que afirman con rotundidad que «la energía nuclear simplemente no forma parte de ninguna estrategia viable que pueda contrarrestar el cambio climático».
El llamado «escenario rojo» que Bloomberg definía en su New Energy Outlook de 2021, en el que la energía nuclear llegaba a elevar su contribución hasta un 66% frente al 5% actual, se demuestra como lo que realmente es: excesivamente caro, y tremendamente peligroso. Por mucho que el lobby nuclear pretenda, y por mucho que intensifique sus acciones de comunicación cuando las limitaciones de la energía nuclear se hacen más evidentes, la tozuda realidad es la que es: la energía nuclear no es limpia, ni segura, ni inteligente, sino una tecnología muy compleja con el potencial de causar un daño muy significativo. La energía nuclear no es barata, sino extremadamente costosa. Para poder plantearse hacer una contribución relevante a la generación de energía global, se requerirían más de diez mil nuevos reactores, dependiendo del diseño del reactor, lo que supondría una apuesta demencial por tecnologías no probadas, con unos costes injustificables, y con un riesgo inasumible para el planeta.
Las pruebas más claras las podemos ver en Francia, cuya reciente apuesta por la energía nuclear ya se ha encontrado con otro obstáculo: el gigante EDF ya ha anunciado un nuevo retraso de más de un año en la planta de nueva generación de Flamanville, además de un nuevo sobrecoste de trescientos millones de euros, con lo que hablamos ya de un total de doce años de retraso y de un coste, 12,700 millones de euros, cuatro veces superior al originalmente presupuestado en 3,300 millones. Hablamos de uno de los mayores fiascos pagados con dinero público en el país, y una prueba de los problemas que suponen los planes recientemente anunciados por su presidente.
Francia obtiene un 70% de su electricidad de un total de 56 reactores nucleares, pero muchos de los cuales están ya alcanzando el fin de su ciclo de vida establecido en cuarenta años, así que ha intentado convencer a la Unión Europea para «reclasificar» la energía nuclear y el gas como «energías limpias», lo que ha desatado las críticas del resto de países que consideran esa estrategia como lo que realmente es: un paso atrás.
La realidad es que los planes nucleares de Francia podrían terminar suponiendo, debido a sus retrasos, problemas y sobrecostes, muchas más emisiones que el abandono del carbón y de la energía nuclear de otros países como Dinamarca o Alemania, a pesar de las desinformaciones que el lobby nuclear ha pretendido pasar por verdaderas. «¡Oh, dios mío, Alemania emite mucho más debido a su temeraria decisión de abandonar las nucleares!!!» Pues en la práctica, y con los datos en la mano, el abandono de la energía nuclear por parte de Alemania que se inició en el año 2000 no ha significado un incremento del uso de carbón, fundamentalmente gracias a la fortísima inversión que el país ha hecho en el despliegue de energías renovables, como puede verse en el gráfico bajo estas líneas. Menos alarmismo pro-nuclear y más datos, por favor.
Si algo está quedando claro con el fortísimo empuje que el lobby nuclear está intentando dar a sus iniciativas es que los únicos clarísimos beneficiados por la energía nuclear son los que viven de ella. La energía nuclear es demasiado costosa en términos absolutos como para suponer una contribución relevante al mapa energético mundial, muchísimo más cara que las renovables incluso si tenemos en cuenta la necesidad de invertir en sistemas de almacenamiento. Tan cara, en realidad, que hace la construcción de nuevas centrales prácticamente inabarcable para la iniciativa privada sin la existencia de costosísimos subsidios gubernamentales.
Además, genera residuos de larguísima duración, lo que la convierte en insostenible sobre todo a medida que pretendemos escalar su uso: ¿alguien se ha planteado que haríamos con los miles de bidones de residuos que generaría la construcción de muchas más plantas nucleares? ¿Y del riesgo que suponen los posibles errores humanos o los problemas derivados de una mayor inestabilidad medioambiental?
En realidad, el lobby nuclear sigue confiando en los enormes ingresos que obtendría de una escalada de la tecnología que defienden, y hablándonos de nuevas y no probadas tecnologías como los «reactores avanzados» y los «pequeños reactores modulares» que, cuando se enfrentan a las realidades de su construcción, resultan demasiado difíciles de manejar y complejos como para crear un régimen industrial eficiente para los procesos de construcción y operación de reactores dentro del tiempo de construcción previsto, y con el alcance necesario para lograr la mitigación del cambio climático.
¿Apagar las centrales nucleares en uso y que no han dado problemas? Seguramente no. Pero… ¿construir más? Es extremadamente poco probable que las centrales nucleares puedan hacer una contribución relevante a la mitigación del cambio climático necesaria para la década de 2030, debido a los cronogramas de desarrollo y construcción increíblemente largos que presentan, y a los abrumadores costos de construcción del gran volumen de reactores que se necesitarían para llegar a marcar la diferencia.
La transición energética mundial es absolutamente fundamental para el futuro porque la generación de energía supone la gran mayoría de nuestras emisiones de gases con efecto invernadero: estamos aún escasamente preparados para ella, y va a ser enormemente cara, y más aún si hacemos caso al lobby nuclear y escogemos el camino equivocado. Mucho cuidado con los falsos profetas que pretenden ilusoriamente que dominan el átomo. Pero sobre todo, no lo olvidemos: por muy caro que pueda llegar a ser el abandono de los combustibles fósiles y la necesaria transición energética, mucho más caro es el coste de no hacer nada.
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